Salvador Mallo es un director de cine ya en la madurez. Vive en Madrid y ha alcanzado un éxito notable a lo largo de su carrera. En soledad y con demasiados fantasmas, se encuentra paralizado por los dolores físicos de diversa índole que le bloquean. Incapaz de escribir y de dirigir de nuevo por su deplorable estado físico, asemeja el momento idóneo para rememorar toda su vida y rendir cuentas con el pasado.
Salvador Mallo, ya se lo habrán imaginado o escuchado, está concebido como el alter ego del propio realizador, de Pedro Almodóvar.
Nos reconocemos fieles y expectantes seguidores del director manchego. En especial, cuando comprendimos, allá por 1995 con La flor de mi secreto, que la carrera del autor había girado hacia hondos dramas, abandonando un cine de comedia natural y vitalista. El paso del tiempo, un elemento siempre presente en sus largometrajes, había calado y girado intereses hacia zonas más sofisticadas y reflexivas. En esta ocasión, Almodóvar ha superado todas nuestras ilusiones.
La desnudez frente a la pantalla que transmiten las imágenes va calando y elevándose. Sobrecoge y emociona. Con un ritmo ascendente y sosegado, deja por el momento en la recámara circunstancias o relaciones poco frecuentes como la transexualidad con metamorfosis sexual y corporal. Tampoco verán referencia alguna al trasplante de órganos o transgénesis con extrañas formas de habitar el cuerpo. Eso no lo busquen, pero sí se percibe, a cambio, demasiado dolor y amargura que se procura llevar por un camino que llegue a la aceptación del pasado. Ante lo ya vivido, con sus errores y aciertos, no hay vuelta atrás. Únicamente queda asumirlo y seguir adelante, arrastrando el mínimo equipaje posible.
Dolor y Gloria narra una serie de reencuentros, algunos físicos y otros recordados después de décadas, de un director de cine, Salvador Mallo, en su ocaso. Los primeros amores, los segundos amores, la madre, la mortalidad, un actor con el que el director trabajó, los sesenta, los ochenta, la actualidad y el vacío, el inconmensurable vacío ante la imposibilidad de seguir rodando. La última película del director manchego Pedro Almodóvar, si cabe la más personal, habla de la creación cinematográfica y teatral, y de la dificultad de separar la creación de la propia vida. De nuevo, el director cuenta con un reconocido reparto al que en su mayoría ya ha dirigido en otras ocasiones: Penélope Cruz, Antonio Banderas, Cecilia Roth o Raúl Arévalo son algunos de los protagonistas del film.
Precisamente entre 'La ley del deseo' y 'Dolor y gloria' por un lado, y entre 'Sabor' -la película que dio la fama a Salvador- y la actualidad en la ficción por otro, median 32 años. Y ese detalle es un buen ejemplo del continuo diálogo que hay entre realidades e historias -porque en ambos casos hay más de una, solapándose y construyéndose mutuamente-. Quizás el encabalgamiento entre ambas más sofisticado, el que está escondido a plena vista, es el que cierra la película, un plano que es a la vez una preciosa, emotiva y optimista conclusión para la penitencia de Salvador, y también un replanteamiento de todo lo que hemos visto: los recuerdos del cineasta están teñidos, siempre, inevitablemente, por la mirada del creador.
Esa enmarañada mezcla de recuerdos, dulcificaciones de la realidad y crónica de lo que pasó o pudo haber pasado penetra en todas las ramificaciones creativas de la película, desde las más obvias a las más sutiles. Entre las primeras, el casting: Penélope Cruz, que siempre ha hecho de madre en las películas de Almodóvar, es ahora la madre del cineasta en su juventud, y una de sus secundarias más queridas junto a la llorada Chus Lampreave, Julieta Serrano, da vida a su madre en sus últimos años. Y Antonio Banderas, actor en seis de las películas más conocidas del cineasta, es ahora el propio alter-ego de Almodóvar, adoptando parte de su estética y algunos de sus tics, en una transmutación que no tiene nada de imitación y sí mucho de auto rendición y auto crítica.